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viernes, 29 de abril de 2011

Un día -de tantos- en la escuela

Camina por el pasillo.

Él la mira.
No es la primera vez que se cruzan por ahí; aquella escena se repetía todos los días desde la primera jornada dentro de la escuela, siempre a la misma hora.
Sus miradas, casi por costumbre, se cruzan una y otra vez, mientras ambos fingen buscar lo mismo cada día en sus mochilas.

Cuando pasa, su olor queda en la atmósfera; él, de nuevo, queda maravillado y suspira. Ella se ruboriza, mientras intenta ver de reojo a aquél que finge un gesto de distracción.

Él toma valor.
Espera a que esté a tres pasos de distancia y le llama. Ella voltea.
Ambos se sonríen, dicen sus nombres y descubren lo que ocultan sus ojos.

Nada es gris desde ese día.

lunes, 25 de abril de 2011

Crónica de un cuento

Camino por la ciudad, como cualquier otro día dentro de ella.

Una suave brisa impregnada de combustible, aceite y polvo me golpea los anteojos; las chimeneas industriosas saludan orgullosas, los autos pasan; la vida también.
Me rodeo a diario de sombras, unas van, otras vienen; y aún así todo pareció detenerse aquella noche. Veo el reloj de la estación, es tarde ya.

Aquella gala que me impresionaba ya no me sorprende, las antiguas señoronas del norte ya no causan en mí fascinación alguna; los gallardos ensombrerados pasan de largo ante mi mirada perdida; ya ni los bastones llaman a mi conciencia.

Aquellos que son iguales que yo lo notan, pero mi aparente fuerza invisible lo oculta de manera titánica. Nadie se atreve a preguntar nada.
Hoy debía de ser un día feliz, un día de júbilo; un día en el cual ella caminara por ese pasillo hacia mis brazos, y en el que entráramos de la mano a aquella sala a escuchar cómo no ganamos un concurso imposible. Hoy, luciendo mis mejores galas, hago acto de presencia con mis manos vacías, mi mente helada, y su última carta en el bolsillo de mi camisa.

Tomo asiento cerca de una amiga, la abrazo más por compromiso que por nerviosismo. Uno a uno pasan los participantes y reciben sus papeles; el director pronuncia su discurso, mientras la encargada del concurso dormita en su silla, como casi todos los presentes.
Le toca hablar a ella, de facciones odiosas y cabellos a fuerza rubios; su poca dicción merece poco más que una burla, pero parezco ser el único con ése vago sentimiento de ironía en la sala; o al menos el único que no se ha adormilado lo suficiente como para no escuchar.
Entran los que llegan tarde a medio discurso, mi fascinación es evidente, por momentos la rubia forzada se calla para dejar que los participantes morosos ocupen sus asientos.

Aprieto su carta contra mi pecho, mientras tomo la mano más cercana para no sentirme tan solo; duele que no digan su nombre, duele que no sea ella quien sostenga mi mano; duele que no pueda verla frente a mí, muriéndose de nervios.
Para cuando reacciono mencionan un nombre conocido, sin embargo ella no pudo asistir; mi atención se centra en enviarle un mensaje de texto, mientras recojo mi propio diploma de participación. Ya fuera, todo cambia.
La Voz Silenciosa, como me gusta llamarla, está a mi lado; me invita un trago -de café, pero un trago al fin- a lo que accedo. Pasamos gran parte de la mañana ahí dentro, degustando cuanta cosa alcanzara con nuestro dinero: un festín digno de dos no-ganadores.

Salimos de aquel lugar en el que nos conocen tan bien y entramos de nuevo en la escuela. La banca de siempre nos espera, así que no la hacemos quedar mal y nos sentamos. Pasa toda la mañana, el turno matutino se termina y comienzan a llegar los de nuestro turno. Saco aquella carta y la leo de nuevo.

Al parecer el título de príncipe me queda bien, sonrío.
Las clases siguen su curso normal, no hay tiempo para pensar si estoy en el aula -a menos, claro, que esté en Filosofía, casualmente es la clase en la que más divago- y es para mí un consuelo secreto tener que explicar y resolver problemas, mientras intento comprender el funcionamiento del cuerpo humano; lo siento por ella, que me hace tanto bien como daño, pero sabe que ante todo tengo que esforzarme por ser mejor que los demás.

Todo da un vuelco durante una clase muy azarosa -Probabilidad y Estadística, para aderezar-.
Los pensamientos ya no se dirigen a donde deberían; mientras intento enfocarme en los números que se dibujan en la pizarra, tú vuelves a mí.
Siento deseos de leerte de nuevo, y con ellos vienen también los de tocarte, los de revolver tus cabellos; los de abrazarte y decirte que todo irá bien. Las lágrimas surgen en el lugar menos indicado.

Se dan cuenta, alarmado comienzo a contar, como vano esfuerzo por calmarme, por pensar en otra cosa. Detrás de sus anteojos adivino una extrañeza; me mira fijamente y me pregunta si estoy bien. Llevo mi índice a los labios y sólo me atrevo a callarla suavemente, quedamente, mientras me aferro al pupitre.

Aquél día fue el más feliz y el más triste desde que no estás. Pero de algo estoy seguro: las promesas siempre -SIEMPRE- las cumplo.

domingo, 24 de abril de 2011

Pequeña historia extraña

Caminaba por el parque, a eso de las cinco de la tarde…
Una mochila roja pendía de su hombro derecho y golpeaba la parte trasera de sus piernas, sus ropas azules, sus guantes y su gorro del mismo color le daban una extraña sensación de mala combinación, pero, después de todo ¿quién tenía tiempo de preocuparse por la moda?
Hacía frío, después de todo no había subestimado el invierno regiomontano; una leve brisa helaba su cara, enrojeciéndola y despeinándola por momentos, sus cabellos castaños ondeaban libremente al aire; aquello hubiera sido un cuento de hadas de no ser por lo que había sido su preocupación los últimos dos años: los muchachos.

Y no es que tuviera la estúpida fijación de sus ‘amigas’ de tener novio y presumir su cara de porcelana por los centros comerciales más transitados de la capital y sus alrededores; no, sus motivos eran peores, y es que, con quince años cumplidos, no se sentía cómoda en su propio cuerpo (¿me explico?).
Ahora todos parecían verla, algunos de sus amigos le habían perdido el respeto, y algunas de las que se consideraran sus amigas le habían vuelto la espalda porque ella terminaba eclipsando su belleza… pero definitivamente no era su culpa no ser más una niña.

Algunos le gritaban mientras corrían por entre los árboles del parque, otros más la señalaban y susurraban cosas a sus amigos, los más solo la miraban con cara estúpida mientras pasaba.

El rubor era más que evidente, su nerviosismo era tal que decidió tomar una calle desconocida, para que como por arte de magia se convirtiera en un atajo a su casa; mala decisión. En tal calle había un gimnasio, una especie de club de boxeo y un bar; la experiencia fue aterradora, mientras un nutrido grupo de sudorosos, golpeados y borrachos la acosaban comenzó a correr. Las lágrimas brotaron de sus ojos, resbalando por sus mejillas, mojando incluso el cuello de tortuga de la blusa, su cabello se arremolinó en el viento helado, e incluso pudo sentir cómo el gorro salía volando, pero la vergüenza no la dejaba volver…

Terminó en otra calle desconocida, algo falta de aliento y con las mejillas encendidas, seguía sollozando por lo bajo, y las lágrimas le velaban la visión, decidió sentarse en la cochera de una casa aparentemente abandonada; se recargó en la pared y se encogió, abrazando la mochila con las piernas mientras seguía llorando. De pronto escuchó pasos.

Levantó la cabeza y ahí estaba él.
De estatura mediana, apenas un poco más alto que ella, tez morena y ojos oscuros, llevaba el cabello largo y una guitarra colgaba en su espalda, traía en una mano un libro rojo, y en la otra una bola de trapo azul que reconoció: su gorro. Le tendió la mano.

Ella dudó, pero al final accedió a ser ayudada a levantarse. Fue él quien tomó la palabra. “Mi nombre es Diego”, comenzó algo titubeante, pero mirándola a los ojos, “tú… digo, se te cayó esto”, y le tendió el gorro con la mano algo temblorosa; ella lo aceptó y le sonrió, él continuó, “oye, lamento el comportamiento de aquellos”, dijo señalando con la cabeza la calle del gimnasio, el club y el bar, “esos malditos nos dan mala fama a los hombres, ¿verdad?”, añadió con una sonrisa. Ella le correspondió el gesto, pero no dijo nada más.
“Bien, me tengo que ir”, dijo él, algo extrañado del mutismo de ella, “llego a mi casa tarde y uno de esos idiotas me rompió los lentes por pasar demasiado cerca de su gimnasio”, dijo con resentimiento, “esto me va a doler en los oídos cuando mi madre se entere…”, concluyó con una sonrisa sarcástica mientras le mostraba unos anteojos partidos por la mitad.

Lo vio alejarse, mas luego un sentimiento extraño la hizo sentirse con ganas de correr tras él… y lo hizo. Lo abrazó por detrás, se alzó de puntillas y le susurró al oído un tenue “gracias”. Él sonrió, pero no volvió la cara, ella se le adelantó y le preguntó, como para sacar un tema de conversación, hacia dónde podía caminar para llegar lo antes posible a su calle; él le dio las señas de a dónde ir, ella se despidió y comenzó a caminar en la dirección que él le había indicado, esta vez con una sonrisa en la cara, era la primera vez en dos largos años que un muchacho no usaba la frase “¿te han dicho que eres muy bonita?”, o ponía cara de galán de telenovela, con una sonrisa más falsa que la de los muñecos que venden en el mercado…


“¡Oye, niña!”, escuchó un grito lejano y volteó, era él.
“¿Si?”, dijo algo confundida, aún con rubor en el rostro.
“¿No te interesan unas clases de guitarra?”, preguntó casi en voz baja.
“Pues… sí, ¿por qué?”, dijo ella con una pequeña sonrisa.
“Porque… yo puedo… claro, si tu quieres… mira, ésa es mi casa”, dijo señalando una pequeña casa verde de un piso, “si quieres te puedo dar clases, tu sabes, gratis…”, dijo sin saber qué mas decir, parecía que había ensayado las frases, pero que había olvidado planear qué más decir.
“S… sí, está bien… pero… tú…”, dijo ella con una sonrisa.
“Muy bien, te espero…”, interrumpió él, “no te preocupes, soy buen maestro, y no estaremos solos, mi madre está ahí… aunque probablemente regañándome por los lentes”, concluyó con otra sonrisa sarcástica…

Los complejos, de pronto, simplemente se fueron.

De compras

Empujaba un carrito de acero inoxidable, mientras las puertas se abrían automáticamente.
Los pasillos pulcros a esa hora de la mañana (serían las nueve), las islas vacías, la óptica a medio abrir, el cajero del banco con la pantalla parpadeante, último recuerdo de que ayer fue quincena; él sigue empujando el carrito.

Su tenis izquierdo hace un ruido extraño, como rechinido, y él comienza a frustrarse; luego toma el camino de la derecha, toma unos cuantos botes de yogur, un galón de leche (por globalización aparente, ya no venden la leche por litros) y pide medio kilo (éste sí, kilo) de embutidos.

Continúa caminando, zigzaguea por los pasillos, se podría decir que hasta juega con el pequeño carro, que para variar está defectuoso de la rueda delantera derecha. Toma la primera cosa a su alcance en los estantes y la mete al carro, suena el celular, él lo saca de la bolsa, lo mira y lo apaga, sin contestar, después de todo ni tiene tiempo para hablar con aquella niña de la que se ha enamorado…


Mira, busca como loco en los estantes siguientes, toma galletas y cereales, luego pastas y unas cuantas bolsas de frijoles, luego va por las verduras, luego las frutas; unos cuantos duraznos después, hace fila para comprar pan.

El carro está más que lleno, mira alrededor, no vaya a ser que le falte algo.
Apenas puede con el peso del carro, las personas lo miran extrañadas, después de todo ¿cada cuánto tiempo ves a un muchacho de dieciséis años haciendo compras tan masivas?


En fin, hizo fila.
El ‘bip-bip’ de la caja registradora lo sobresaltó.
La cajera lo miró al ver que no vaciaba su carrito, “joven”, dijo, “¿va a pagar eso?”.
“No, se me hace tarde”, respondió.
Salió de la tienda…

Un ir sin más volver...

“…Un ir sin más volver, como dos ríos.”

Dejó el libro sobre sus piernas y miró hacia arriba, después de haber leído aquella, su glosa favorita.
Un joven lo miraba con gesto de distracción, después de todo el maltratado libro de Curso de Literatura que sostenía en sus manos llamaba la atención en aquella temporada en que las clases habían terminado…
El ritmo, el vaivén y la extrañeza del entorno eran significantes; casi mágicos.
No sabía exactamente por qué había salido de su casa, y dudaba haber avisado siquiera a su madre… aún así no estaba preocupado.
No recordaba cómo llegó al Transmetro, ni siquiera cuánto había pagado por su boleto; ahora solo se dejaba llevar por la situación, tarde o temprano llegarían al metro.
Para cuando se dio cuenta, estaba ya subiendo las escaleras de la Estación Sendero, mirando a todos con un gesto inexpresivo…

“Un sol entre tus ojos y los míos
Un sol que ni nos queme ni deslumbre
Un sol que nos alumbre y nos encumbre
En vuelo por los ámbitos vacíos…
Un sol entre tus ojos y los míos.
[...]

De nuevo se extrañó, releyó y reflexionó, mientras una música queda susurraba en sus oídos; miró por la ventana, la ciudad parecía más majestuosa que de costumbre, después de tanto vivir en un municipio tan pequeño se sorprendió de ver la grandeza desde arriba; a veces San Nicolás de los Garza es subestimado.
Ahí estaban las plazas, los centros comerciales, el vagón del metro que venía en dirección contraria, los enormes hospitales, las montañas lejanas, aderezadas con polvo, apenas cubiertas de nubes, y un sol que acariciaba las puntas, que lamía los picos, las perfectas imperfecciones de la madre tierra; y ahí estaba él, como un extraño, con emoción indescriptible de haber sido partícipe de aquél ocaso, de aquel fulgurante atardecer en que el astro rey coronaba vencedor a la montaña; pequeño él, pequeño el deseo. Desde aquella perspectiva todo parecía pequeño.

“…Un vuelo azul, un sosegado vuelo
Sin vértigo fugaz ni zumbo de ala;
Un vuelo de quietud, ala y escala
Para ir al cielo sin dejar el suelo…
Un vuelo azul en sosegado vuelo.[...]“


Una torre que de noche encendía, Estación Anáhuac.
La grandeza, los edificios de respeto, una torre aún más grande que la anterior, una explanada, un edificio achaparrado y café y por último un estadio; Estación Universidad. Sonríe, él va a ver a menudo ésta estación el próximo año.
Una enorme mole de concreto y pintura, enmarcada por un pequeño dejo de bosque y un lago verdoso donde descansaban los patos, personas corriendo y el andén casi vacío; Estación Niños Héroes.
La luz se extingue, los focos parpaedan y las personas se aferran a los tubos, no hay nadie en los pasillos y el tétrico escenario denota lo que es: solo un paso para no alargar mucho la vía; Estación Regina.
Pasan las estaciones, los metros se consumen debajo de las ruedas, aferrados a las vías antaño electrificadas; los vagones se estremecen, una secretaria frente a él se acomoda el cabello y se alisa la falda; el hombre de la izquierda ronca, el de la derecha juega con un iPod y se rasca la barba mal afeitada.

“…Un ir sin más volver, como dos ríos,
Que van al mar en fraternal corriente;
Y mansamente y paralelamente,
Olvidando sus orígenes sombríos…[...]“


Deambula por el andén de la Estación General Zaragoza.
No suelta el libro, incluso usa su dedo de separador de hojas; un guardia lo vé venir y se incomoda. Pasa de largo.
Entra en el laberinto multicolor de túneles pastel, no sabe por dónde salir… no sabe por qué salir.

“Un ir sin más volver, como dos ríos.
Un toque sideral que llame al cielo:
Melodía que es mía, tuya y mía
Para ir en melodiosa compañía
Y en un doble morir de almas en vuelo.[...]“


Sale, está un poco oscuro.
Es recibido por las luces de los autos, por el rugir del motor, por el extraño sonido de las llantas en el pavimento decorativo que te hace estar seguro de encontrarte en el centro de Monterrey; los pillidos del semáforo peatonal le hacen tomar dirección, ve a lo lejos la mole naranja, el Faro del Comercio; se distrae mirando, a lo lejos, la fuente de Neptuno, todo parece serle sincero, parece contarle una historia distinta, parece gustoso de verlo caminar por aquella enorme plaza pública.
La vista del cerro ya enmarcado de luna lo enamora, por último, de aquella urbe; renace en su corazón la Sultana del Norte, y hasta parece que los pillidos del semáforo han dejado de sonar.
Por último, para terminar la noche con una sonrisa en la cara, recuerda las luces del Transmetro, y gente extraña mirándolo desde la Plaza Morelos; reflexiona de nuevo: en aquel camión azul comenzó su travesía, en aquel camión azul que nunca se detendría…

“Un toque sideral que llame al cielo;
Un sol entre tus ojos y los míos;
Un vuelo azul, un sosegado vuelo;
Un ir sin más volver, como dos ríos.”