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domingo, 26 de febrero de 2012

A veces...

A veces me gusta llorar por mi ciudad.
No, no malinterpreten, 'me gusta llorar' no indica en mi rasgo alguno de masoquismo, ni mucho menos.
Es sólo que se ha vuelto tan usual que ya lo disfruto.

Retomando.
A veces me gusta llorar por mi ciudad.
Como regio adoptado -kilómetros más, kilómetros menos- me he dado a la tarea de hacer lo que ya muy pocos hacemos.
He decidido buscar entre el polvo -a costa de mis alergias-, entre la suciedad, entre la herrumbre de todo lo que antes fue; y he llegado a la conclusión de que no hay conclusión.

A veces me gusta llorar por Monterrey, otras más por San Nicolás.
Las dos, en estricto sentido simplista, son 'mi ciudad', y a veces, no pocas, me siento aún a llorar su desgracia.

A veces cuando lloro pienso; a veces cuando pienso busco; a veces cuando busco encuentro.
A veces, muy pocas veces, me decido a realmente hacer algo más que llorar.

La Sultana del Norte no gobierna, su corona ha sido robada.
La Capital del Noreste no observa, sólo se sienta a esperar.
La Ciudad Industrial por excelencia se embriaga todas las noches y todo el día, sale poco y se pega de balazos cuando lo hace; el ruido de las máquinas es un efímero transitar de motores y personas automatizadas.
Y los que estamos aquí, los que orgullosamente portamos el nombre de Regios, la miramos con desdicha, con poca esperanza y, aún los menos, con nostalgia.

En los ojos nublados de un abuelo que se mece tranquilamente en el patio de su casa se refleja el polvo viejo, el levantado por los pies de los hombres trabajadores, por el rugido del tren matutino; en las manos de la noble vejez de mi ciudad se tejen con hilos de melancolía las historias de antiguos generales, de hazañas inolvidables, de pequeños gigantes y demás objetos de acero forjados en la cálida piedra que era esta mi ciudad.

Los que paseamos tranquilamente por las calles no podemos ver más allá del legado pasado, parecemos atrapados entre las montañas, hemos realmente olvidado cómo amar, cómo sentir, cómo ser siempre uno con cada valle que el viento surca.
La gris muralla que nos vigila sólo enmudece ante nosotros.
Y nosotros, mudos en nuestros gritos, no parecemos hacer más que complementarle.

Y luego viene el ruido seco como los ríos, profundo como las minas.
Y más allá del acero y el polvo brilla una estela frívola que asoma entre los picos viejos de un cerro cansado.
Y luego de nuevo lloro, porque los pies no reconocen esta tierra.

A veces me gusta llorar por la ciudad.
A veces simplemente lloro por la desdicha.
A veces agonizantemente lloro por la desgracia.
A veces, entre la muerte y la venganza, entre el metal ardiente y la tierra que se mece, entre los vidrios que chocan, entre los ruidos que no hablan pero que comprendo, lloro.

Y otras veces más sonrío.

jueves, 16 de febrero de 2012

Crónicas del Concreto II - El Gabo

-Algunas historias suelen no comenzar por el principio, esta es una de ellas; y es que la ciudad a veces tiene cosas que contar, de la misma voz de quien la mantiene viva; cuando los andantes del concreto comienzan su travesía y seguimos su historia sucede, a veces, que hasta la más insignificante vida, como la de Fernando, puede revelarnos el mundo que hay más allá de una sucia pantalla.
El Gabo es, sin duda, un personaje singular, de esos que te marcan la vida sin siquiera ser parte fundamental de ella.-
-Parte 1: Crónicas del Concreto I - Fernando, el contador-


Gabriel me llama mi madre cuando se molesta a tal grado que todo el municipio la escucha.
El Gabo es sin duda más cómodo, para mi, para ella, para todos.


No creo interesante mi vida más allá del típico universitario. ¿Qué más podré narrar que sea interesante?


Bueno, ayer mismo por la noche me lo topé -tal vez esto rellene un poco la historia-.
Parecía un tanto apagado, aunque un tipo que vive solo como su alma -y su gato- y que se la pasa haciendo cuentas en un cubículo no es precisamente una fuente de felicidad.
Anoche sin embargo se veía peor que siempre -y eso ya es mucho decir-.

"Fer, hace mucho no te dejas ver", le saludé con una lata de Arizona en una mano y una bolsa de papas en la otra, sinceramente me veía a mi mismo de diez años de nuevo.
"Hola, Gabo, sí, es complicado a veces salir seguido, y ya vez cómo se enfermó Gonzalo, no he tenido libre tiempo entre el trabajo y la veterinaria", respondió sin ganas, mientras acomodaba torpemente las bolsas en su tambo de basura.
"¿Pasa algo, Fer?", pregunté con una curiosidad no muy cortés, siendo sincero.
"Pues, lo normal, mi jefe es un idiota y quiso jugar al contador, pero ahora su declaración de impuestos no encaja y adivina a quién puso a arreglarla", admitió a medias con cara de desencanto.
"Ya... ¿estás seguro de qué es todo?", pregunté de nuevo sin medir mi cortesía, realmente había algo en el rostro de aquel hombre que parecía más demacrado de lo normal, incluso en términos de Fernando.
"Pues...", comenzó tartamudeando, tal vez dudando, tal vez escogiendo sus palabras, "... creo que te puedo considerar como mi único amigo, acompáñame, me quiero sentar un rato". Es raro que piense eso después de pasar todo el día sentado, pero bueno, es mi impresión.

Lo acompañé hasta las mecedoras en su patio, en una se tumbó sin vacilar, mientras en la otra me senté delicadamente -no me gustan mucho las mecedoras, ya saben, traumas de la infancia-, luego tomó aire de un suspiro y comenzó a contar.
"Ha sido una semana difícil, Gabo, primero lo de mi gato, luego una multa por no darle mordida a un tránsito de Guadalupe, luego mi jefe con su chingadera...", tomó más aire aún, como esperando inhalar los sonidos correctos, "... y para acabarla, Carolina terminó conmigo ayer".

Me quedé como congelado un rato, ciertamente era la única novia que le había conocido en mis dieciocho años no he hecho más que vivir al lado de su casa, así que realmente parecía algo serio; su voz se quebró un poco al recordar toda la historia, pero el ataque de celos que me describió me dio un sincero alivio, es decir, ¿qué hubiera pasado de haber seguido con una mujer tan posesiva?, no soy un genio, pero creo que sé que ese tipo de relaciones no terminan del todo bien.

Sólo pude dedicarme a mirarlo fijamente y darle palmadas en el hombro mientras sollozaba mirando al suelo.
A veces es extraño ser quien escuche las penas de un hombre maduro y -dentro de lo que cabe- exitoso.
Pero, así es esto, un día sales repentinamente a sacar la basura de tu casa y al otro ya juegas al psicólogo con el vecino.
Me pregunto qué podrá pasar mañana...

-Porque nadie sabe a dónde va a hasta que llega; esta historia continuará...-