Vistas de página en total

jueves, 29 de marzo de 2012

Trascendencia

Por un tiempo creí estar muerto.

Ya saben, nada especial, sólo un muerto.
Caminaba por las calles sin rumbo fijo, sin objetivo, sin detenerme a sonreírle a las personas a mi alrededor, y apenas cediendo los asientos en los colectivos.

Por un tiempo creí estar muerto; creí que nada tenía vida realmente.
Mientras flotaba por las avenidas del centro, con un sentido más allá de lo errático, veía sin observar a todas aquellas almas que se creían vidas.
Pero yo estaba muerto, sí, definitivamente lo estaba.

Durante ese tiempo no comía y apenas dormía.
"¿Para qué come un muerto?", me decía, "¿Y para qué necesita dormir?", y luego yo mismo me respondía, "No lo necesita, amor, no lo necesitas".
Así es, aunque muerto, me tenía en alta estima; después de todo, lo único que un muerto tiene es a sí mismo y, tal vez, un puño de tierra; pero eso es opcional.

Nunca dialogué.
Los muertos no hablan.
De no haber tenido esas largas conversaciones conmigo mismo, tal vez, y sólo tal vez, hubiera olvidado todo rasgo del idioma humano que a poco dominaba.
Pero los muertos sólo se hablan ellos mismos, sólo conviven con su paz, sea cual sea el significado de ella.

Cuando estaba muerto, es decir, cuando creía estar muerto, era una paradoja.
Así que tienen de pronto a un muerto que paga pasajes en los transportes de la ciudad, que hace muecas de insatisfacción cuando respira el aire viciado; un día, recuerdo muy bien, fui un muerto que intentó revivir a base de sexo.
"Al menos las prostitutas pueden acercarme más a la muerte", pensaba, mientras mi rostro de mirada perdida sólo las perturbaba, perdiéndolas en mis ojos de muerto, congelándolas con mi tacto difunto. De alguna manera logré hacer del sexo algo horroroso, un ente saciado sólo por un deseo necrofílico.
Pero hasta las más putas tienen sentido común. Pronto nadie quería al cadáver.
Y fue así como no pude revivir y, para mi desgracia, tampoco morir; de todos los prostíbulos salí limpio.

¿Los muertos no sienten?
Eso no es del todo cierto.
Sentía dolor, sentía angustia; y ser un muerto angustiado fatiga.
Intenté fumar, pero eso sólo me trajo problemas, náuseas, asco, era como respirar mi vida, como inhalar mi muerte segundo a segundo. Como muerto no tenía más cosas que hacer, sólo existir.
Y los muertos ni eso.

Luego, de pronto, un día, se me acercó alguien.
Creí que también estaba muerto y, por primera vez en tres años de putrefacción, sonreí.
Se sentó a mi lado en la banca de la plaza semidesierta.
Lo recuerdo bien, estaba apenas vivo, relamía sus labios con insistencia y revolvía sus dedos con nerviosismo, temblando; sus ojos vacilaban y no veían una cosa fijamente más de tres segundos.

Sólo levantó la cabeza para hablarme.
Sus pupilas estaban dilatadas, dándole un aspecto siniestro, más allá de la muerte.
Sonrió macabramente, sus dientes amarillosos asomaron entre los labios resecos y mordidos.
Luego sólo dijo unas palabras.
"Vive, y deja que los muertos sean quienes deambulen por ahí".

***

Por un tiempo creí estar muerto.

Aún recuerdo la última vez que lo vi frente a mi.
Aún recuerdo cuando se levantó y caminó hacia la calle tambaleándose.
Aún recuerdo el sonido de sus huesos quebrándose tras la embestida furiosa del camión que no pudo detenerse.
Aún recuerdo el mar de sangre y miembros en el suelo.

Aún recuerdo cuando me venció la curiosidad y me levanté a mirar.
Aún recuerdo cuando, como si nada sucediera, no había rastro de aquél desdichado; ni sangre, ni huesos, ni siquiera su sonrisa.

Por un tiempo creí estar muerto, y fue la misma muerte quien me hizo cambiar de opinión...

lunes, 26 de marzo de 2012

El Camino de Santiago - La Cruz de Santiago


“…en otras noticias, la Policía Federal detuvo a tres presuntos secuestradores, en un esfuerzo conjunto con la Marina…”

Entreabrió los ojos.
Eran las seis y quince de la mañana, y aún así ya estaban dando las noticias relacionadas con el narcotráfico.
Miró por la ventana, lloviznaba apenas.
Se levantó, aquella mañana de viernes sabía a lunes, tomó un libro de tantos que yacían en el piso y se sentó a la computadora. Abrió sus correos, miró en sus redes, publicó en su blog y luego puso un poco de música. Volvió a mirar por la ventana mientras coreaba su canción favorita, al cabo de un rato se sintió incómodo en la silla, se levantó y se acercó más a la ventana.

Por la calle pasaba un pequeño arroyo, último rastro de la lluvia de anoche.
La vecina de enfrente sacaba la basura (sí, a esa hora), el matrimonio de junto salió a dar su acostumbrado paseo matutino; se conmovió, esa pareja de sesenta años de casados salía de su casa todos los días tomada de la mano, esta vez don Julián llevaba paraguas.

Miró extrañado su habitación.
Un póster enorme de una nueva banda chilena adornaba su cabecera, la cama revuelta. La mesa de noche estaba un poco gastada, su guitarra pendía de un clavo en la pared, y el muro de enfrente estaba lleno de diplomas.
La barra de inicio de la computadora parpadeaba y su canción favorita había terminado, su madre le gritaba que bajara a desayunar, se acercó a la pantalla plana y vio el mensaje, era Gabriela; por alguna razón sonrió. Le contestó sólo para despedirse y salió de su habitación.
Olía a tocino, y el olor se intensificaba conforme bajaba las escaleras.

“…y quedó así”, terminó Alicia, su hermana, mientras su madre la miraba pensativa.
Tomó un plato y se sirvió de aquel banquete matutino que su madre había preparado. Huevos con tocino y unos cuantos frijoles, acompañados de chocolate caliente y, por si quedaba hambre, unos cuantos panes con mantequilla.
No habló, como de costumbre, hasta que llegó su padre.
“Xavier”, comenzó su madre, “no deberías de desvelarte tanto, esas ojeras van empeorando”
“Fe, pequeña histérica”, respondió con gesto indulgente el padre, “es la última vez que trabajo tanto, lo prometo”, sonrió y miró a sus hijos.

“Papá”, comenzó él, Santiago, “¿cuándo tienes tiempo?”
“¿Para qué?”
“Para una entrevista, es para la escuela… necesito un reporte acerca de tu trabajo, me lo van a pedir el próximo semestre, entrando, y quiero hacerlo estas vacaciones”
Pensó un rato y contestó, “el próximo lunes, cuando regresen de su viaje, como a las seis de la tarde, ve a mi oficina y ahí te recibo, creo que voy a seguir durmiendo allá hasta el miércoles”, concluyó y tomó un sorbo de café negro.
Todos siguieron comiendo, luego de la comida cada quien, como era tradición, lavó sus platos y cubiertos.
Tomó la mochila del sillón más pequeño de la sala y salió de la casa.

Comenzó a caminar hacia el metro, este era su último día del semestre.
Por alguna razón el gris del cielo lo hizo sentirse feliz, incluso saludó a los extraños que corrían en el parque frente a su casa.
Pasó frente a la casa de Gabriela y volteó la mirada hacia su ventana, sin embargo, iba temprano y no quería apurarla, así que siguió su camino. Dentro, ella se apuraba pues lo acababa de ver pasar.

Llegó al metro y subió por la interminable rampa, sacó una tarjeta y la pasó por una rueda verde, un instante después entró en la monótona fila que subía las escaleras hacia el andén. Detrás una muchacha no podía insertar su boleto en la ranura de la máquina, cuando pasó su mochila se atoró, y cuando logró zafarla escuchó el rechinido de las ruedas frenando; se apresuró.
Lo vio de espaldas, entrando en el vagón, corrió y apenas logró pasar entre las puertas; Gabriela abrazó como pudo al sorprendido Santiago.

Por un rato nadie dijo nada, sin embargo, fue ella quien reaccionó apartándose de él, con un rubor evidente en el rostro.
“Hola”, dijo por fin Santiago, “¿por qué tan agitada?”
“Porque…”, comenzó nerviosa Gabriela, “porque… fui a correr, en la mañana”
“¿Con mochila?”, repuso extrañado.
“Sí…”, comenzó de nuevo aún más nerviosa, “para… para… no perder… tiempo… sí, para no perder tiempo en… ir a mi casa… por la mochila”, dijo ruborizándose aún más y bajando la mirada.
“Bueno, te creo”, dijo sonriendo Santiago, “tú siempre tan sospechosa”, y la abrazó.
Cuando llegaron a la estación Universidad bajaron con la multitud, aún abrazados.

Ya separados, pasaron por la explanada de la Universidad, una enorme cantidad de mantas y lonas  de apoyo a los equipos deportivos los recibió.

Todas esas cosas le hacían sentirse melancólico con el año que estaba por terminar, definitivamente ese año, el 2014, había sido uno de los mejores que pudiera recordar. Volteó la mirada y ahí estaba ella, Gabriela, con el rubor de siempre, mirando todos los carteles, reflejando en sus anteojos los colores azul y oro que cubrían casi toda la explanada.

Continuaron caminando por el corredor flanqueado por árboles, se tenían que despedir en la primera facultad, así que alentaron el paso hasta casi no avanzar.
“¿Cuándo es tu viaje?”, preguntó Gabriela mirándolo a los ojos.
“Mañana”, respondió él mientras analizaba el entorno; aquel corredor parecía algo desierto aún.
“¿No estás nervioso?”, bajó la mirada.
“Algo; nunca he viajado en avión”, respondió de nuevo automáticamente mientras se distraía, “y nunca he ido a España”, sonrió.
“Vamos a estar lejos un buen rato, ¿verdad?”
“Ya te lo dije, solo una semana”
“No hemos estado lejos tanto tiempo desde que nos conocimos”, soltó ella como reprimiendo las ganas de abrazarlo, “…recuerdas… ¿recuerdas el día en que nos conocimos?”
Él sonrió, “¿cómo olvidarlo?”, luego comenzó a reír, “me tiraste encima tu tarea de Proyección Cilíndrica y manchaste mi primer proyecto de Fotografía… desde siempre fuimos un caso raro de amistad ligeramente desastrosa”. Ambos rieron.

La acompañó a su salón de clase y ahí la despidió; los demás alumnos de la Facultad de Arquitectura lo miraban extrañados, esa muchacha no era su novia, pero siempre la acompañaba a la puerta de su aula, aún a costa de después salir corriendo por el tiempo.

Miró a su alrededor, este último día pintaba ser extraño en forma y manera; mientras caminaba hacia su escuela seguía reflexionando, pensaba en cómo hacer para confesar sus sentimientos, le daba rodeos a la duda, ‘¿qué tal si no siente lo mismo?’ se dijo, al tiempo que se respondía, ‘pero, mis amigos dicen que se nota’… ‘pero, ¿qué pueden saber ellos?’, aquellas conversaciones en su mente tenían lugar siempre que la veía, siempre que le sonreía.

“¡Santi!”
Volteó, fue abrazado por José y Diego, sus mejores amigos.
“¿Qué les pasa, par de raros?”
“Nada de raros, ¿qué no así te saluda Gaby?, ¿qué no somos los tres tus ‘mejores amigos’?”, dijo en tono de burla Diego, mientras José reía por lo bajo.
“¿Van de nuevo con eso?”, replicó con tono molesto Santiago.
“Es que, hacen buena pareja, no lo vas a negar”, intervino José.
“No hay manera de saber si siente lo mismo que yo, ya se los dije”.
“Tú crees en el maldito método científico: La regla principal es…”
“¡Lo sé, ‘si no sabes cuál será el resultado tendrás que experimentar’!”, se exaltó, “pero esto es distinto… el amor no tiene ciencia, no tiene fórmulas… ¡No funciona como el resto de las cosas!”.
“Santi”, se le adelantó Diego y lo tomó de los hombros, “nada funciona como el resto de las cosas”

Santiago bajó la mirada y reflexionó de nuevo.
“Bueno, te dejamos en paz”, concluyó Diego y lo soltó, “es solo que nos parece que le dan demasiadas vueltas al asunto, desde aquel día que llegaste con tu tarea manchada y nos contaste de la ‘niña arquitecto’ notamos un cambio en tu voz, en tu mirada… en fin, sigue pensando”.
El tono en que dijo la última parte dejó helado a Santiago.

Los pasos consumían la distancia mientras caminaba hacia el aula.
Decidió entrar en el aula y dejarse llevar por la clase. Desgraciadamente la primera hora no hubo profesor y tuvo que sentarse entre sus amigos, a los que no pudo dirigir la palabra.

Pronto se apartó del grupo e inició su reproductor de música. Necesitaba relajarse y no pensar, solo sentir el viento y las melodías en sus oídos. No supo cómo llegó de nuevo al vasto corredor que daba al edificio de Arquitectura. Se sentó en los escalones y comenzó a meditar la situación, luego buscó entre sus cosas su vieja libreta en la que siguió escribiendo el poema que había dejado inconcluso. 
Sonó la campana que marcaba el fin de la primera hora, él seguía abstraído en sus pensamientos, intentando tomar una decisión.

“Tú eres Santiago, ¿cierto?”, preguntó una voz conocida, se trataba de Carla, la hipócrita mejor amiga de Gabriela, ciertamente nunca le agradó mucho; hoy menos.
“Carla, me conoces, te conozco, nos conocemos”, dijo Santi con voz hastiada, “no tienes que ser tan payasa”.
“Ay, qué cortante”, respondió con aquel tono de voz que él tanto aborrecía, “solo quiero que lo nuestro sea menos monótono, siento que me saludas solo por no quedar mal con Gaby”.
“¿Lo nuestro?”, espetó con voz sarcástica Santiago, mientras pensaba en algún insulto que le quedara bien a aquella figura siempre vestida de rosa pastel.
“Sí”, dijo con un extraño brillo en los ojos, “he visto tus señales”.
(“¿¡Qué malditas señales!?”) “¿Señales?”, dijo extrañado Santiago.
“No finjas”, dijo ella y le tomó la mano, “no está Gaby aquí, no tienes que fingir más”.
Al terminar de decirlo se le acercó y le dio un beso.

Un ruido seco se escuchó detrás de ellos. En el suelo yacían una maqueta destrozada y una carta en un pequeño sobre verde, sellada con una estampa en forma de corazón. Detrás de todo esto estaba ella, con las piernas temblando y las manos colgando al aire, los labios en una mueca que mezclaba dolor, confusión y tristeza; detrás de los anteojos que reflejaban la poca luz natural estaban sus ojos oscuros, rojizos, empañados de lágrimas. Sus cabellos enmarcaban una cara sonrojada por el coraje; Gabriela no pudo pronunciar palabra y salió corriendo hacia los baños.

Los ojos de Santiago se llenaron de desolación al ver destrozada la maqueta que habían hecho juntos la semana anterior y la pequeña carta; pero sobre todo, se sentía morir al recordar los ojos de Gabriela, al percibir sus lágrimas. Se soltó como pudo de Carla, incluso la empujó. Fue tras de Gabriela, sin embargo frente a él apareció Hernán, amigo suyo, quien lo miró con reproche y le dijo que no permitiría que hiciera más daño que el que ya había hecho.
De un momento a otro todo se derrumbó.
Así comenzó su camino Santiago, con una enorme cruz a cuestas. Aquel último día no acudió a ninguna clase, se dedicó a llorar en su habitación, aún a cuesta de mentirle a su madre por su llegada temprano.

lunes, 19 de marzo de 2012

Nilda


Nilda era simplemente Nilda.
Llevaba una de sus faldas favoritas, la café hasta las rodillas, aunque el mérito disminuía al reconocer que toda su ropa es su favorita; y una blusa blanca que extrañamente le hacía revivir sus días de secundaria.

Nilda era simplemente Nilda y, como toda Nilda, caminaba despreocupadamente por el centro de la ciudad.
Nilda se llamaba Nilda por su abuela Gertrudis, quiero decir, su abuela sugirió ese nombre; así pues, sus padres la llamaron Nilda.

Nilda era inteligente, ya saben, como toda Nilda -¿acaso conoce alguna Nilda que no sea inteligente, lector?-.
Realmente se esforzaba por no perder la curiosidad que toda niña tiene, y mezclarla con la sagacidad que toda mujer joven debería tener, cuando menos, tras haber pasado diecinueve años viviendo sobre la faz de la moribunda Tierra.

Y así era Nilda, lector, así, como cualquier otra Nilda.

Ese día Nilda, en su afán de ser más Nilda que el día anterior, se dispuso a dar un paseo por las calles pequeñas y recordar toda -sí, lector, toda- su vida en tan solo unos pocos minutos que tenía de tiempo antes que llegara con Rodrigo, su novio.

Así es, Nilda era de esas Nildas que llegan temprano a propósito para tener un aparente pretexto para andar por ahí antes de que llegara su compañía.
Así es, Nilda también era de esas Nildas que tenían novio.

Nilda caminaba.
Nilda caminaba y caminaba, como si fuera posible que el camino algún día se fuera a terminar; luego doblaba esquinas, como si realmente supiera lo que estaba haciendo. De haberla visto, lector, usted lo hubiera creído.

Nilda tenía un pequeño tic.
Nada grave ni muy notorio, sólo un pequeño tic nervioso que de vez en cuando la acosaba.

En su camino Nilda tuvo tiempo de hacer inventario de las personas que paseaban por donde ella.
Seis ancianos, de ellos dos iban en pareja tomados de la mano y tres usaban bastón; todos los hombres llevaban sombrero.
Tres adolescentes, demasiado ocupados con sus vidas; la única chica iba vestida -como dijera su madre- como puta, sea lo que eso signifique.
Dos parejas más o menos adultas, o más o menos adúlteras, eso Nilda no lo pudo juzgar con certeza.
Y como final una mujer joven, Nilda hubiera podido jurar que era otra Nilda; llevaba una bolsa -más bien un morral- y un vestido largo que ondeaba al viento. Nilda, nuestra Nilda, sonrió.

Por un impulso, de esos que les dan a las Nildas de vez en cuando, miró su reloj -esta vez no lo había olvidado, por alguna extraña razón-.
Cuando se dio cuenta de que la hora dicha estaba cerca apuró el paso a su destino real.
¿Imagina, lector, la escena?
Nilda, casi corriendo, era una Nilda agitada cuando casi corría -y qué más decir de cuando corría-.
Así, llegó lo suficientemente a tiempo como para comprobar que casi correr le había ahorrado cerca de medio minuto.

Nilda era una Nilda feliz, como casi cualquier Nilda.

Nilda se sentó en la banca.
No en una banca, sino en la banca; una banca no sólo exclusiva para Nildas, sino exclusiva para la Nilda, nuestra Nilda.

Nilda sonrió desde la banca.
A lo lejos pudo distinguir al siempre puntual Rodrigo, con un paquete inusual bajo su brazo derecho, como diciendo con los ojos ‘hola, Nilda’.

Un saludo, un beso, un abrazo.
Luego los demás besos y abrazos pudieron prescindir de los saludos.
Nilda era una Nilda feliz.

Nilda comía y bebía con copiosidad, como muchas Nildas que ha de conocer, lector.
Nilda comía alegremente la pizza que Rodrigo le compartía, y bebía apuradamente del agua de limón que tanto le gustaba en los días de calor.

Nilda se emocionaba, como cualquier otra Nilda, cuando su novio le hablaba al oído.
Nilda, al emocionarse, activaba su tic de Nilda, que casi ninguna Nilda posee.

Casi ninguna Nilda.
En el mundo, casi ninguna Nilda.

Nilda era simplemente Nilda.
Nilda era más que otra Nilda, pero simplemente Nilda.
Nilda a veces pensaba con insistencia.
‘¿Cómo serán las otras Nildas?’, pensaba.
Nilda se ruborizaba de pensarlo, de pensar en el millón de posibilidades iguales y distintas que se le ocurrían.

Y cuando Nilda se ruborizaba, se activaba su tic de Nilda.
‘Amor, deja de rascarte la oreja, te vas a hacer daño’, le murmuró Rodrigo con una sonrisa.

Nilda era simplemente Nilda.

domingo, 4 de marzo de 2012

Gris odisea

Gris odisea.
Fingir no estar vivo para estarlo y viceversa. Surgir de entre la multitud. Cumplir aquellos sueños que se rompieron antes de echar a andar.

A veces hay que detenerse a pensar lo que esta gran masa de hierro y concreto guarda en su corazón.
En el alma de la ciudad los ves. Sin rumbo, sin rostro, sin corazón. Individuos que no influyen en tu vida, pero sin los cuales la misma sería nada.

Es de pronto como aparecen las visiones. Alteran la realidad con luces, con humo y espejos; simplemente ilusiones, falsas esperanzas. Si detienes un poco la mirada no ves nada más que el sucio vitral de un escaparate antaño abandonado. Las nubes de polvo no parecen tener piedad. Miedo.

Comienzas la búsqueda de un ‘yo’ a quien dirigirte.
Buscas un alma, un ser; intentas recordar tiempos felices y construir mejores futuros. Al fin la conclusión no llega. Tienes que esperar.
La búsqueda que te ha tomado una vida te tomará otra más, y luego otra si es posible. El final es solo fingir, dudar. No hay mejor definición de vida que los hechos y las palabras quedan en segundo plano.

Vicios, virtudes. Nada vale.
Gris odisea. Mentiras.


Finalmente nada es todo, todo es uno, y uno vuelve a ser nada. Ciclos pequeños dentro de uno más grande. El por qué se sigue discutiendo.


Una analogía lleva a otra, mientras las lágrimas regresan la mente a la realidad. Aún están ahí los edificios grises, marrones; las calles. El concreto y el ruido de los caballos de acero inundan el ser, mientras la contaminación aparente refleja el curso de la vida en esta poco organizada sociedad. Al final, lector, solo cuenta lo que hayas imaginado. Al final, todo es relativo…