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domingo, 6 de mayo de 2012

Despertar

La noticia lo tenía extasiado.

Afuera hacía un calor infernal, así que encendió el viejo aire lavado de sus padres justo al entrar; dejó sus zapatos y calcetines en el camino hacia la cocina, abrió el refrigerador y sacó la enorme jarra de agua de limón que había preparado gustoso en la mañana; volvió a la sala, al sillón principal, encendió el viejo televisor, ancho como sólo él, sintonizó las noticias y se dispuso a beber a sus anchas, sin usar vaso alguno. Luego sonrió, después de todo, el ganador de un millón de pesos podía hacer esa y mil cosas más.

Miró a su alrededor, su casa era un desmadre hecho y derecho, como sus padres le habían vaticinado al notificarle que se la heredarían, pero sin duda ahora sí podría llevar a cabo todas las mejoras que había pensado: cama nueva, ventilación nueva, estufa nueva, calentador nuevo, básicamente casa nueva.
La risa lunática que hacía correr a los niños de la colonia se le escapó de nuevo por entre los dientes entrecerrados. Pronto se quedó dormido en su propia fascinación.

Hacía frío.
Él seguía sonriendo mientras se cruzaba de brazos, a cada carcajada le seguía una nubecilla ligera de vaho tímido.
Todo a su alrededor tenía un toque violáceo y le costaba ver con precisión más allá de cinco metros.
Avanzó entre el frío, porque, claro, no podía quedarse en el mismo lugar toda la noche; a cada paso las hojas invisibles bajo sus pies crujían, casi chillaban, como si un gran dolor las estrujara.
Pronto lo embargó el desconsuelo, su mirada se perdía en cada sombra inmóvil que lo vigilaba en un mortal silencio tenso, su respiración se hizo más rápida y pronto sintió cómo su pecho apenas podía contener su corazón.


La boca seca, los pies cansados, y lágrimas heladas de impotencia en sus ojos.
Escuchaba ahora susurros, fríos, monótonos, lúgubres, muertos.
El suelo se movía como las aguas furiosas de los mares que nunca había visto, pronto unos pasos se hicieron presentes detrás de él.
Una presencia, alta, dibujó una sombra más oscura que la oscuridad sobre sus hombros; luego, como cosa de magia, recordó que aquél lugar no era donde debiera estar, después de todo, no había agua de limón.
Despertó.

Sudaba y temblaba.
La jarra se había estrellado contra el piso, salpicando el viejo sillón que imploraba lo tapizaran de nuevo o lo jubilaran, sea cual fuere la menos dolorosa.
Sus ojos hurgaron un tiempo en cada rincón de la sala, sin las fuerzas apenas para mover su cuello cuidadosamente.
Volvió a mirar la televisión, ahí estaba el presentador de voz monótona y vista cansada, revisando sus apuntes distraídamente mientras contaba el mismo chiste desabrido de la emisión de las seis de la mañana del mismo noticiero.

Sonrió de nuevo, era un hombre positivo, después de todo.
Se levantó como pudo, entre temblores de piernas y brazos; buscó los enseres para recoger el desastre que su sueño había dejado.
Para cuando regresó pisó sin querer un pedazo de vidrio de la jarra; el crujir del vidrio bajo su pie lo sobresaltó y le encogió el corazón. Un chillido, un temible y doloroso chillido que le heló el alma y lo paralizó por completo.
Miró hacia abajo y no vio nada extraño con su pie, era extraño que no le pasara nada tras pisar semejante pedazo de cristal.
Despertó.


Si pie sangraba profusamente y el dolor le fue subiendo por el tobillo hacia la rodilla; pronto toda la pierna estaba acalambrada.
Su corazón seguía latiendo con fuerza, las sienes le estaban por estallar y sentía palpitar sus ojos y temblar sus manos.
Comenzó a dar pasos hacia su baño, arrastrando el miembro inútil que acababa de herir, dejando un río rojo tras de sí, que impregnaba el suelo con su dolor.


Entró en el pequeño cuarto y se sentó en el piso de la regadera, sacó el pedazo de jarra que seguía en su piel para luego tomar una toalla y comenzar a hacer presión, las lágrimas de dolor pronto asomaron en su rostro, rojizo por el esfuerzo.
Abrió la llave del agua fría, que por el clima de afuera debía estar tibia.
De nuevo, el chillido se apoderó de sus oídos.
De la regadera caía sangre, sangre helada que lo hería como dagas, y el poderoso ruido le taladraba el alma.
Pronto comenzó a gritar a la par de aquel ruido. 


Como pudo salió del infierno helado.
Todo él era un charco pútrido de sangre y lágrimas, se sacudió en convulsiones de asco y dolor, gimiendo y llorando, entre gritos y agonía.
Despertó.

No había nadie en su casa, justo como en los últimos cinco años.
Dejó el desastre de la jarra y se dirigió apresuradamente a la puerta, aún debía cobrar si premio, tal vez eso era lo que lo tenía tan alterado.
Pero, tan pronto como tocó la perilla, aquél chillido infernal resonó en cada esquina de su alma.
¿Despertó?
...