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miércoles, 29 de agosto de 2012

Mi amiga Regina - Del extraño principio

Realmente no sé cómo empezar, así que creo que el inicio es buen punto de partida…
Nada cabría en mí menos que la duda de que el futuro de mis letras es incierto, al paso en que -una a una- van apareciendo bajo la rasgadura de mi pluma en el papel.

La historia, en su inicio, no sería historia sin dos grandes actores principales, digamos mi mejor amiga y yo; y menos sería relevante sin un medio en el cual se desarrollase, digamos, la preparatoria.
En aquel tiempo era usual el levantarse medio temprano, seguir con la tarea atrasada, bañarse, comer y emprender el viaje a la escuela, a eso de las once de la mañana; y así fue básicamente como viví mi último año en aquél lugar del que sinceramente no quería escapar.

De vez en vez, y con dispareja frecuencia, ella se aparecía de pronto en la misma parada de autobús que yo, mirándome, analizándome, sonriéndome.
Como buen escritor cohibido yo sólo bajaba la mirada, que luego escudriñaba intensamente el suelo, como si fuera a encontrar algo detrás de los cristales medio rayados que pendían de mis anteojos.
Luego, en un inexplicable giro de la situación, había días en que ella bajaba la mirada ante mis insistentes sonrisas inconscientes, salvo por un detalle: ella no tenía cristales desde los cuales mirar el suelo.

Pasando de largo los detalles de las clases -mi favorita era Ciencias Sociales, y por alguna razón las clases de Filosofía me repelían-, me limitaba a mirarla, desde una distancia prudente, en los descansos, cada vez más cortos para lograr mi cometido.
Pronto caí en la cuenta de que ninguno de los dos, a estas alturas de la preparatoria, ya por salir, contaba con un círculo de amigos fijo, como el resto de las personas solían hacer.
Así, de pronto ella discutía con unos acerca de animaciones japonesas mientras yo jugaba con el Club No Oficial de Ajedrez; luego, un instante después, su círculo de lectura de Harry Potter contrastaba con mis debates político-sociológicos o, como ahora le gustaba llamarlos, cómicos-mágicos-musicales; y esas escenas se repetían incesantemente, día tras día, entre libros, juegos de mesa y conversaciones típicas de un café de trescientos pesos.

Luego un día, sin más, sucedió.
Resulta que, como si fuera un mal cliché de película estadounidense, un día en el pasillo caminábamos frente a frente, pero entre una multitud tal que no podíamos identificarnos; de pronto un apretón inusual entre la gente hizo que nos topáramos -literalmente-, dejando caer lo que llevábamos en las manos -casualmente ella llevaba copias y yo mi proyecto sin engargolar, como en aquellos malos filmes-.
Fue un instante de confusión tal que, entre el cruce de nuestras miradas, sólo podíamos atinar a sonreírnos y juntar torpemente las hojas del suelo.

Es curioso cómo de pronto pasamos de ser los extraños que se veían casi a diario a los conocidos que recogían papeles, y de ahí, bueno, en ese momento no lo sabíamos ni podíamos siquiera tentar especularlo, pero -frase trillada- fue el inicio de una buena amistad.

Así es, estoy aquí tan sólo para contar cómo mi mejor amiga llegó a mi vida y demostrar, de una vez por todas, que no sólo las historias de amor romántico pueden ser escritas, y que no todos los encuentros casuales terminan en un abrazo al atardecer o un beso indescriptible.

Este fue mi primer día, uno de tantos, en el que yo, Rodrigo, contaré -ya de a poco, ya apurado- los pormenores de una historia que, aunque no muy vistosa, es mía; mía y de nadie más… Bueno, también ella comparte el crédito, claro.

Así, luego de aquel extraño día, luego de terminar las clases y coincidir de nuevo al esperar el autobús, una frase tímida salió de mis labios: “Regina, ¿quieres ser mi amiga?”.
Luego de asentir con la cabeza y sonreír, subimos y comenzó el viaje de regreso a casa.

jueves, 2 de agosto de 2012

Interrogantes

En el inicio estaba Él, y contemplaba las estrellas.

Era de noche, sin duda, porque había oscurecido y se veían aquellos puntos titilantes en el horizonte, porque el aire soplaba fresco sobre la llanura y porque, tal vez el más importante indicio, Él comenzaba a cuestionarse.

Miró a su alrededor, un mundo hecho, que poco a poco se movía, estático, sobre un lecho azul profundo cubierto de fuegos y rocas, como la cueva misma en que Él vivía.

Los sonidos lo desconcertaban.
Ahí estaba el búho y el águila, el lobo y los ratones; las cansinas miradas del antílope y los gráciles movimientos del elefante; ahí estaban todos y, más allá, aquellas criaturas que nunca osara mirar, y a las que sin duda les faltarían nombres comprensibles para las lenguas de todos los Demás.
Pero Él siguió cuestionándose.

Sentado como estaba en una enorme roca, sus dedos se rozaban y estrechaban de vez en vez, como lo hacía con la lanza y el hacha que su padre, el antiguo Él, le había enseñado a fabricar y utilizar.
Movía de poco en poco los pies sobre la arenilla suelta y el césped humedecido, y pronto volvió a mirar el cielo.

Él era él, simplemente, y en su hogar lo esperaban Ella y el pequeño Él, dormido sobre la piel del animal que sirviera de comida esa misma tarde.

Y fue así cuando Él, en su infinita sabiduría e inacabable ignorancia, pensó; y pensó tanto que se formuló, con miedo, la primera pregunta.
"¿Qué es ser?", resonó de sus labios.
Esa noche la Humanidad comenzó.

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Fue de súbito que se levantó, como sacudido por el tan maldecido balde de agua helada que el General solía usar con quien no atendiera al llamado del clarín al primer toque.

Hans, el soldado, hallóse perplejo ante la claridad del cielo prusiano, y el espectral silencio de la zanja en que se hallaba metido, sólo roto por algún animalejo que jugueteara con el agua que le cubría hasta los tobillos.

Hallábase solo, completamente solo, como lo había estado las últimas diez horas, incomunicado e incapaz de avanzar sin la seguridad de que una bala, amiga o enemiga, le atravesaría la sien antes de ver la hierba moverse en el campo.

Pero había algo que sí podía ver, porque esa noche, después de una ligera llovizna, salieron las estrellas.
Eran incontables, como solían ser, pero había algo más cautivador en las de este momento en particular, no eran simplemente estrellas.

Hans era Él, simplemente, y lejos, en su país, lo esperaba Anne con una lámpara encendida en la ventana, y Dalia, la pequeña recién nacida, mecida en los brazos de su madre.

Pronto Hans miró sus manos, manchadas de lodo y sangre extranjera, y las apretó como lo hacía sobre el poderoso rifle que llevaba a cuestas las más veces, pero que pocas ocasiones se atrevió a disparar.

Ahí, en soledad, Él se formuló una pregunta, tal vez no la primera, pero sí la que más importancia había tenido para sí.
"¿Por qué estoy aquí?", salió de los secos labios que coronaban la blanca dentadura.
Esa noche, la Humanidad colapsó.

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Tirada en el jardín que más le gustaba, encontrábase Nilda.
El vestido desparramado sobre el pasto recién cortado, humedecido ya por el rocío de la madrugada.

Pocas ocasiones era que la joven no miraba el cielo, ya para contemplarlo, ya para componerle estrofas asonantes que, sin duda, en su cabeza resultaban más agradables que cuando su voz, tan tímida como siempre había sido, intentaba reproducir con tembloroso esfuerzo las palabras.
Esa noche no fue la excepción, pero el cielo sí lo fue.

Una cálida tarde la había dejado agotada, entre la mañana ajetreada ocupada con los exámenes finales, la media tarde en que había descubierto, por fin, aquello que era hacer el amor, y la temprana noche en que regresó a la casa de su tía, después de diez años de no poder visitarla.

Sonrió ante el absurdo que representaba su deseo de colgarse de aquél árbol como cuando era niña, como cuando Nilda era Ella, la pequeña de siete años que correteaba mariposas.

Levantóse de pronto, sentándose.

Sus ojos miraron en lo profundo del infinito vacío que, lleno de estrellas, no podía ser lo que era.

Nilda era simplemente Ella, y se dio cuenta con un suspiro de esos que pocas veces se le conocieron, por su profundidad, calma y valentía; pero en el fondo, comenzó a cuestionarse.

Sus dedos jugueteaban con la hierba corta, arrancando de vez en vez alguna hoja de la tierra viva, arrancándose, según lo entendió, un pedazo de Ella misma.

Nilda era, simplemente, Ella, pero nadie la esperaba.
Rodrigo dormía plácidamente en su casa, lejos de ahí, y Arnoldo, su gato, la miraba desde la ventana; pero no la esperaban, no al menos como se esperaba a aquellos que venían de la guerra, o incluso a aquellos que nada tenían, ni nada tuvieron.

Ella pensó, y pensó mucho; y de tanto pensar se formuló una pregunta.
No la primera, ni la última, ni siquiera la más importante, sino el más intrascendente cuestionamiento que Ella se hubiera planteado.
"¿Qué es amar?", susurraron sus delicados labios.
Esa noche, la Humanidad quiso ser otra cosa.

¿Lo habrá logrado?