Realmente no sé cómo empezar, así que creo que el inicio es
buen punto de partida…
Nada cabría en mí menos que la duda de que el futuro de mis
letras es incierto, al paso en que -una a una- van apareciendo bajo la
rasgadura de mi pluma en el papel.
La historia, en su inicio, no sería historia sin dos grandes
actores principales, digamos mi mejor amiga y yo; y menos sería relevante sin
un medio en el cual se desarrollase, digamos, la preparatoria.
En aquel tiempo era usual el levantarse medio temprano,
seguir con la tarea atrasada, bañarse, comer y emprender el viaje a la escuela,
a eso de las once de la mañana; y así fue básicamente como viví mi último año
en aquél lugar del que sinceramente no quería escapar.
De vez en vez, y con dispareja frecuencia, ella se aparecía
de pronto en la misma parada de autobús que yo, mirándome, analizándome,
sonriéndome.
Como buen escritor cohibido yo sólo bajaba la mirada, que
luego escudriñaba intensamente el suelo, como si fuera a encontrar algo detrás
de los cristales medio rayados que pendían de mis anteojos.
Luego, en un inexplicable giro de la situación, había días en
que ella bajaba la mirada ante mis insistentes sonrisas inconscientes, salvo
por un detalle: ella no tenía cristales desde los cuales mirar el suelo.
Pasando de largo los detalles de las clases -mi favorita era
Ciencias Sociales, y por alguna razón las clases de Filosofía me repelían-,
me limitaba a mirarla, desde una distancia prudente, en los descansos, cada vez
más cortos para lograr mi cometido.
Pronto caí en la cuenta de que ninguno de los dos, a estas
alturas de la preparatoria, ya por salir, contaba con un círculo de amigos
fijo, como el resto de las personas solían hacer.
Así, de pronto ella discutía con unos acerca de animaciones
japonesas mientras yo jugaba con el Club No Oficial de Ajedrez; luego, un
instante después, su círculo de lectura de Harry Potter contrastaba con mis
debates político-sociológicos o, como ahora le gustaba llamarlos,
cómicos-mágicos-musicales; y esas escenas se repetían incesantemente, día tras
día, entre libros, juegos de mesa y conversaciones típicas de un café de trescientos
pesos.
Luego un día, sin más, sucedió.
Resulta que, como si fuera un mal cliché de película
estadounidense, un día en el pasillo caminábamos frente a frente, pero entre
una multitud tal que no podíamos identificarnos; de pronto un apretón inusual
entre la gente hizo que nos topáramos -literalmente-, dejando caer lo que
llevábamos en las manos -casualmente ella llevaba copias y yo mi proyecto sin
engargolar, como en aquellos malos filmes-.
Fue un instante de confusión tal que, entre el cruce de
nuestras miradas, sólo podíamos atinar a sonreírnos y juntar torpemente las
hojas del suelo.
Es curioso cómo de pronto pasamos de ser los extraños que se
veían casi a diario a los conocidos que recogían papeles, y de ahí, bueno, en
ese momento no lo sabíamos ni podíamos siquiera tentar especularlo, pero -frase
trillada- fue el inicio de una buena amistad.
Así es, estoy aquí tan sólo para contar cómo mi mejor amiga
llegó a mi vida y demostrar, de una vez por todas, que no sólo las historias de
amor romántico pueden ser escritas, y que no todos los encuentros casuales
terminan en un abrazo al atardecer o un beso indescriptible.
Este fue mi primer día, uno de tantos, en el que yo,
Rodrigo, contaré -ya de a poco, ya apurado- los pormenores de una historia que,
aunque no muy vistosa, es mía; mía y de nadie más… Bueno, también ella comparte
el crédito, claro.
Así, luego de aquel extraño día, luego de terminar las
clases y coincidir de nuevo al esperar el autobús, una frase tímida salió de
mis labios: “Regina, ¿quieres ser mi amiga?”.
Luego de asentir con la cabeza y sonreír, subimos y comenzó
el viaje de regreso a casa.