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lunes, 15 de octubre de 2012

Crónica de la visita a la casa de mi exnovia

Así es, me decidí a regresar.

Luego del último mensaje de confirmación, precedido por una sonrisa, tomé mi ropa limpia y me dispuse a tomar un baño para, por primera vez en un año, ir de nuevo a aquella casa ubicada en los límites de San Nicolás de los Garza con Escobedo.

Me pasé unos buenos cinco minutos mirando fijamente mis camisas, después de todo, siempre le había gustado que llevara camisa cuando iba por aquellos lugares; "no para presumir", me decía, "sino porque casi nunca las usas fuera de la escuela y me encanta cómo se te ven".
Al final me decidí por la prenda color azul oscuro que hacía juego con los pantalones de mezclilla desgastados y los tenis rotos; acomodé mi cabello y busqué por enésima vez mi desodorante (por alguna razón el bastardo seguía desapareciendo), para cuando terminé de arreglarme era ya un poco tarde para llegar temprano.

Tomé de la mochila las llaves, la credencial y la feria de la semana, que había estado particularmente exigente (esta vez sólo me quedaban veinte pesos en monedas de uno y cincuenta centavos).
Rumbo a la parada del camión noté aquel nerviosismo que me invadiera cuando por primera vez recorrí ese camino con igual destino.
Seguía caminando cuando los recuerdos se agolparon y una sonrisa se dibujó de pronto en mi rostro, "Vicky", susurré, pero luego mi mirada cambió, "recuerda, es tu mejor amiga".

Ya en el camión (de los dos tipos que maneja la línea, tuvo que tocarme el modelo destartalado que detesto), los juegos de palabras en los anuncios de las tiendas me distrajeron, sin embargo seguía pensando en aquel momento en el que debiera bajarme y caminar hacia su puerta para llamar firmemente; temía titubear justo como en aquella lejana experiencia en que su padre me recibió con la peor cara que pudo encontrar en su repertorio.

Unas calles antes de llegar recibí otro mensaje.
"¿Es cierto que vienes? No me la creo, después de tanto tiempo".
Sólo pude responder "tú espérame".

Con una sonrisa en el rostro bajé de aquél digno representante del infierno que era el transporte público y me dirigí, con un aplomo digno de un caballero medieval, hacia su casa, aquella casona de dos pisos que me sabía de memoria, por dentro y por fuera.

Sentimientos encontrados a ver a Kri, el gato negro que le regalé hacía mucho, recostado en el patio, moviendo apenas la cola. Me armé de valor, respiré hondo y me atreví a tocar la puerta con una moneda del valor acostumbrado (nada más y nada menos que cinco pesos, desde siempre había usado esa denominación para llamar a la puerta), luego di un paso atrás, acomodé mi camisa y la playera que llevaba debajo, miré mis uñas mordidas y volví a respirar hondo (nunca le gustó que me mordiera las uñas), observé detenidamente mis zapatos, como examinando que las cintas estuvieran bien atadas. Luego, la puerta.

"Pasa, ya baja Vicky", saludó serenamente su madre.
"Gracias", respondí yo bajando la cabeza, tan rojo como mi piel quemada por el sol regio podía ponerse.

Pasé a la sala, habían cambiado de posición los sillones, pero lo demás seguía en su lugar. La mesa de centro con la misma figura de cerámica de siempre (aquellos dos bailarines jarochos vestidos de blanco), los cuadros rústicos que conocí (incluyendo ese que mantenía un ángulo maldito que más de una vez intenté arreglar con mis propias manos), las lámparas en las pequeñas mesas de las esquinas de la habitación con la misma cantidad de polvo que antes. Todo era igual, y eso, quisiera o no, me dejaba una sensación de extrañeza.

Bajó por fin, luego de segundos interminables.
Mezclilla holgada y vieja, tenis desgastados, la blusa que revelaba su silueta perfectamente y una pequeña coleta cayendo por su hombro derecho, como recordándome que tenía el cabello corto de nuevo, como cuando comenzamos...

"Hola", saludó sonriente mientras se sentaba a mi lado.
"Hola, Vicky", dije yo, un poco intimidado por el silencio que provenía de la cocina, donde su madre apenas unos minutos había estado cortando algo para la comida.
"¿Cómo va la escuela?", dijo para romper el silencio que de seguro vendría.
"Bien, como debe ir, ¿no?", broma vieja, muy mala, por cierto.
"Claro", respondió con una sonrisa más grande que la anterior, "¿vamos a mi cuarto?".
"Bueno".

He de confesar que eso fue extraño.
Definitivamente no me esperaba pasar a su habitación tan rápido (ni siquiera me esperaba hacerlo ese día), así que me levanté un poco confundido luego que ella lo hiciera, como para confirmar que era cierto lo que había escuchado, y caminé hacia las escaleras detrás de ella.
Subíamos y todo de pronto iba regresando a mi mente. Los olores, las visiones, la respiración entrecortada, las risas, los pasos marcados en los escalones cuando jugábamos a pisar fuerte para molestar a la señora que debajo, en la cocina, nos gritaba enojada.

Empujó la puerta y nos sentamos a la orilla de la cama.
Tampoco su cuarto era muy diferente, el mural que le ayudé a pintar seguía intacto en la pared de la ventana; el librero estaba acaso más lleno, pero no pude ver desde donde estaba cuánto más.
Tomó a Leri, la osa blanca que le regalé en su cumpleaños, y la abrazó, luego me alcanzó una almohada para que yo hiciera lo mismo, siempre nos gustó sentarnos así, frente a frente, a hablar por largo rato de absolutamente nada, justo como pensé que haríamos esa tarde en su sala.

"Sabes, es raro que estés aquí de nuevo después de tanto tiempo", comenzó ella después de un pequeño y casi imperceptible suspiro.
"Pues, tú me invitaste... deifnitivamente la rara eres tú", respondí sonriendo y ella me correspondió.
"De pronto me dieron ganas de hablar contigo en persona, como en los viejos tiempos", dijo ella.
"Sí, bueno, ha pasado ya un tiempo, me siento extraño al estar aquí", confesé.
"¿Por qué?", preguntó desconcertada; sonreí.
"La última vez que entré a tu habitación, ¿lo recuerdas?", dije. Ella también sonrió y se sonrojó.
"Recuerdo que no encontrábamos ni tu cinturón ni mis calcetas, nos volvimos un poco locos", complementó con aire pícaro.
"Vaya que sí, Vicky", dije acostándome para mirar el techo que siempre me llamó la atención (texturizado de puntitos, ¿quién se resiste?).

Charlamos de trivialidades (que si la escuela, que si la familia, que si el concierto de su grupo favorito que nunca me terminó de convencer), comimos un poco de la comida que su madre había preparado y nos despedimos, sin más.

"¿Cuándo regresas, Luis?", me dijo finalmente.
"Cuando quieras", respondí, "sabes que tengo libres los fines de semana".
Sonreímos un instante especialmente largo y me dio un beso en la mejilla.

"Somos los mejores amigos, ¿cierto?".
"Somos los mejores amigos, cierto".